Ella y yo

Demasiado alta como para pasar desapercibida, entró con paso decidido en el vagón y se sentó enfrente de mí. No me quedaba otra que mirarla a ella o mirar al techo, pero los techos de los vagones son aburridos, la postura incómoda y tampoco resuelve nada mirar a izquierda y derecha de vez en cuando. Así que sin más me la quedé mirando, sin disimulo ni curiosidad. Ella tecleaba compulsivamente en el móvil y no miraba a ninguna parte.

Los escritores debemos mirar a nuestro alrededor, debemos describir a nuestros personajes, poner en palabras si son altos o morenos, si tienen la frente despejada, la mirada inquieta, cómo van vestidos, captar esos detalles que luego dirán a nuestros lectores si son introvertidos o extrovertidos, si son extravagantes… A lo mejor estaba ante uno de mis personajes. Chi lo sa.

De abajo arriba lo primero que me llamó la atención fueron sus zapatos, grandes, de salón, decorado discreto de fantasía y una aguja de varios centímetros, que me hizo tambalear para mis adentros. Nada que ver con los que he elegido para la ilustración de este relato, más parecidos, al menos en la forma, a los que yo llevo que a los que ella llevaba. Además de zozobrar en mi interior, volvió a mí la imagen de aquella mujer decidida lanzada a ocupar el asiento de unos segundos antes.

Zapatos de Frida Kahlo, que son unos botines rojos con un estampado y bordado espectacular

Las medias negras eran negras, como no podían ser de otra manera, mantenía las piernas juntas sin llegar al extremo pudor que nos enseñaron en el colegio. Llevaba minifalda negra, de cuero, pegada a las caderas, y sentada no le cubría el medio muslo. «Ya no se ven minifaldas así», me dije, pero enseguida pensé que estaba repasando mi armario, estaba proyectando en los demás mis carencias, y las faldas, minis o maxis, hace tiempo que se quedaron olvidadas. La vida me impuso los pantalones y en más de una ocasión los trajes tirando a masculinos. «Solo nos falta llevar corbata», decía Isabel, la alta ejecutiva en el lavabo de señoras cuando se arreglaba ante el espejo el cuello de su blusa camisera. Bueno, fuera de la oficina, cuando iba de informal, Isabel tampoco se distinguía por un vestuario llamativo. Ni me podía imaginar a Isabel con minifalda, ni me podía imaginar yo, en pleno siglo XXI y habiendo rebasado ciertas barreras de edad y volumen.

Porque ella, la mujer que tenía delante, estaría al filo de los cincuenta. Sus manos grandes seguían manejando el móvil casi violentamente y por entre el arco de sus potentes brazos apenas dejaba ver una blusa blanca, camisera como las que usaba Isabel, y por encima de ella una chaqueta corta de cuero gris con reverberaciones moradas. La melena crespa, castaña, le llegaba a media mejilla. No se le veían raíces, el tinte debía ser reciente y el maquillaje era lo suficiente como para hacerse notar.

De su hombro izquierdo colgaba un enorme bolso. que mantenía sujeto junto al cuerpo  por un vigoroso tríceps, los dedos continuaban impertérritos moviéndose sobre la pantalla del móvil.

Dicho en lenguaje de Martirio, ella iba «más arreglada que informal». Si no fuera por sus proporciones tampoco habría llamado demasiado mi atención, y sin embargo, la realidad es que me había quedado enganchada de ella, mirándola, tratando de adivinar si podría llegar a ser uno de mis personajes.

Se aproximaba mi estación y me levanté para acercarme a la puerta de salida, ella se quedó allí, detrás de mí, pero al empezar a subir las escaleras mecánicas, alguien me adelantó por la izquierda y se paró tres escalones delante: sus medias negras lucían una hermosa carrera a medio muslo.

Acerca de Andrea Santovenia

Escribo y leo, leo y escribo. Me gusta plasmar experiencias sobre el papel. La Red me da libertad. Después de una novela por entregas, sigo con los relatos y las experiencias del día a día.
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