Los Ros XVIII

Tras el otoño llegó el invierno. Debería decir el crudo invierno, pero la verdad es que hasta el clima se ha suavizado y por el pueblo ya no caen las nevadas de antes, yo diría que ya no nieva, pero abundan las nieblas, esas nieblas frías que se te meten hasta los huesos y más de una mañana dejan en las ramas de los arbustos los frutos blancos del frío helador.

Pensaba en ello una mañana en la que la claridad apenas levantaba y yo me abría paso por la carretera, una carretera a la que la poca prisa había despejado por completo aquella mañana de enero. El pensamiento me vino de pronto, se me ocurrió así, al llegar al cruce de la general.

De pronto pensé que hacía unos cuantos años, tantos como los sesenta con los que había muerto mi padre, que un coche tuvo que tomar una decisión, aunque seguramente ya la tenía tomada, ¿para Soria o para Burgos? Burgos, incluso en aquellos años estaba a menos de media hora, y desde allí todo un abanico de posibilidades llevaba directamente a distintos puntos de España, todos lo bastante distantes del pueblo, como para que nadie fuese a buscar en ellos a la madre de un niño pequeño abandonado en un pueblo de la sierra. Soria quedaba algo más lejos, aunque tampoco demasiado como para que un automóvil pudiera ir y volver una noche de verano, pero Soria era muy pequeño, en Soria se conocían todos y…

¿Por qué me daba por pensar en ello allí y ahora? No sé muy bien por qué, pero en el cruce, al mirar a izquierda y derecha para coger la general, me vino a la cabeza el pensamiento que se le había escapado a Martín el verano anterior entre confidencia y confidencia: Carmelo, tu padre, vino en coche. Santiago me lo dijo aquella mañana en que bajamos a Salas en busca de su madre.

No habíamos vuelto sobre ello, yo dejaba a Martín que me fuera contando sus secretos, sus secretos —algunos vergonzantes— mejor guardados, porque muerto mi padre, el viejo Martín necesitaba liberarse de ellos, como si supiera que a él también le quedaba poco, y que yo tenía todo el derecho del mundo a saber cuál era mi incierto origen, una verdad que nunca había contado del todo a mi padre, porque este no les dio ocasión, porque los acontecimientos tomaron su propio destino, y porque los moribundos, aunque estén dispuestos a decir toda la verdad, no siempre llegan a tiempo, así que había llegado el momento…

Pero Martín seguía sin tener todas las claves, y tenía que seguir guardando ciertos secretos, porque ¿qué sentido hubiera tenido decirle a la Juana cuál era la verdadera orientación sexual de Santiago y de él mismo? Martín tenía la impresión de que a pesar de los años pasados, la Juana nunca le habría perdonado que él fuera la verdadera causa de no haber podido vivir su vida en santo matrimonio, bendecido por el inevitable don Germán, otro que se fue de este mundo llevándose algún secreto, aunque en su caso el secreto de confesión lo justificara todo.

La Juana, la Juana, el deterioro cognitivo de la Juana era notorio, pero se la veía feliz, allí en el pueblo, donde había nacido, vivido y donde quería morir. Yo estoy bien en mi casa, y el Paco, con la jubilación en puertas, bendecía a Dios por haber encontrado a aquella negrita que cuidaba a su madre, como si de su propia madre se tratara.

Cuando pensaba en esa mujer de pelo prieto en moño, arrugas profundas, ojos claros y vivillos, sentada al lado de la estufa y bisbiseando rosario tras rosario, se me iban los ojos a la foto de encima de la cómoda. Era como una película, a la imagen del presente se sucedía como en un flashback esa Juana joven, de melena rizada sobre los hombros, labios pintados de rojo la foto era en blanco y negro pero mi mente la coloreaba y una alegre blusa de flores.

Esa mujer joven, alegre, despierta, no podía haber sido tan ingenua, seguro que sabía algo más, aunque lo hubiera ocultado en lo más profundo de su ser para que ni en tortura se lo arrancaran, pero seguro que estaba allí y quizá, quién sabe, algún día saldría a la luz… No había que perder la esperanza.

En eso entretuve mis pensamientos durante el corto viaje aquella mañana de vuelta a Burgos, en calcular distancias y tiempos, en pensar por lógica, que un día de fiesta como era el del Carmen, alguien más del pueblo tenía que haber visto ese coche, haber oído ese motor… y quizá alguno todavía estuviera vivo, algún chiquillo, algún niño de esos que guardan en su mente imágenes que no saben con qué relacionar, pero que están ahí. Sí, tendría que aprovechar todas las posibilidades para preguntar, aunque los del pueblo pensaran que a qué ton venían ahora aquellas preguntas sobre hechos ocurridos hace tantísimos años, y cómo saber si pertenecían a ese día o a otro cualquiera.

Si Martín no era en verdad mi abuelo, tal como decía, ¿quién? La prueba del ADN, que ya había descartado, volvió a mi mente.

¿Y mi abuela? ¿Dónde podría encontrar a esa abuela que nunca existió?

Acerca de Andrea Santovenia

Escribo y leo, leo y escribo. Me gusta plasmar experiencias sobre el papel. La Red me da libertad. Después de una novela por entregas, sigo con los relatos y las experiencias del día a día.
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Una respuesta a Los Ros XVIII

  1. Myriam dijo:

    ¡Qué importante es siempre conocer nuestros orígenes,
    sin ellos nos faltan las raíces!. Algo que pones de relevancia en este párrafo que da profundidad al texto en su conjunto:
    «yo dejaba a Martín que me fuera contando sus secretos, sus secretos —algunos vergonzantes— mejor guardados, porque muerto mi padre, el viejo Martín necesitaba liberarse de ellos, como si supiera que a él también le quedaba poco, y que yo tenía todo el derecho del mundo a saber cuál era mi incierto origen»

    Besos, Andrea

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